Cada vez que salgo de Madrid y visito una provincia me doy cuenta del alto precio que pagamos en calidad de vida los que vivimos en las grandes ciudades. En las ciudades pequeñas todavía se come en casa a diario, la tan saludable costumbre de la siesta sigue existiendo… Me pregunto si realmente necesitamos construir estas macrociudades, llenas de cemento, en las que no nos podemos ni mover, porque para disfrutar de los alrededores tenemos que pensar en el gran atasco que nos espera a la vuelta…
Quizá nos hemos dejado seducir por otras culturas o pensamos que no nos queda más remedio si queremos progresar.
O quizá nos hemos olvidado de disfrutar de lo cotidiano, dejando paso al estrés o al sindrome de la felicidad aplazada. Entonces me pregunto para qué queremos progresar, dónde vamos, seríamos capaces de dejar que sea la vida la que nos marque su propio ritmo, de vivir sin la presión del reloj…
El próximo miércoles, día 24 de Octubre, será el día oficial sin relojes. Hace seis meses que publiqué el artículo «La tiranía del reloj, la filosofía slow», por lo que hace seis meses que me quite el reloj de la muñeca. Desde entonces, sigo sin llegar tarde a los sitios (tengo reloj en el coche, en el ordenador, en el móvil…) pero no tengo un reloj encima que me presione y siento que me entrego a lo que estoy haciendo en cada momento de una forma más relajada.
Esto es lo que predica el movimiento slow. Debe su origen (1989) a la protesta llevada a cabo por el periodista Carlo Petrini, por la apertura de un restaurante de comida rápida junto a la escalinata de la Plaza de España en Roma. En ese momento nació la conciencia de proteger la alimentación tradicional, frente al imperio de la comida rápida. Ese mismo año, en París se dio nombre al movimiento y se diseño su logo, a partir de la imagen de un caracol. El nombre de este movimiento fue Slow Food y supuso el germen a partir del cual más tarde surgirían las Slow Cities.
Las Slow Cities o Convivias, se han convertido en toda una filosofía de vida: sus habitantes disfrutan de la naturaleza y valoran mucho pequeños placeres tales como comer o dialogar. En ellas no hay lugar para la prisa y se trata de fomentar la creación de una conciencia más humana.
Para que una ciudad se pueda convertir en Slow City, la población no puede sobrepasar los 50.000 habitantes, no puede ser una capital, ha de tener el centro cerrado al tráfico y además se deben cumplir una serie de requisitos en seis planos diferentes:
- legislativo medioambiental
- infraestructura política
- calidad urbana
- productos locales
- hospitalidad con los visitantes
- conocimiento sobre las actividades de la localidad
Lo que todas las Slow Cities tienen en común es la voluntad de construir un espacio más humano, con medidas que van desde sistemas de aire que controlan la polución a iniciativas para animar a la protección de los productos y la artesanía local.
Una Slow City también debe contar con una educación en consonancia con su estilo de vida. En las Slow Schools no importa cuándo va a sonar el timbre, sino cuándo los alumnos han comprendido la lección.
Y después de una Slow Food nada mejor que una siesta, que podría acompañarse de Slow Sex. Esta disciplina del movimiento Slow está basada en el Tantra Sexual, no tener prisa es indispensable para esta práctica.
En España, el Movimiento Slow llegó en 1994, podemos encontrar 11 Convivias dispersas en toda la Península. Además en la primera edición de los Slow Food Awards, Jesús Garzón fue uno de los ganadores gracias a su labor de identificar los caminos de rebaños y revivir las actividades de trashumancia como medio de protección del medio ambiente de las montañas.
Además, en estas ciudades se practica el Slow Feng Shui, estrategía que ya ha puesto en marcha una empresa constructora en Argentina, Feng Shui Homes. Como decía mi abuela,
«Vísteme despacio que tengo prisa»
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